Se estima que dentro de diez años, uno de cada cinco españoles tendrá más de 65 años, es decir, que, en poco más de una década, el número de ciudadanos de nuestro país incluidos en esta franja de edad se incrementará de forma importante, pasando de los aproximadamente 7.600.000 en 2009 a más de diez millones. Consecuentemente, el gasto sanitario, que ya se ha duplicado en los últimos siete años, podría volver a multiplicarse por dos en los próximos diez, lo que querría decir, según los expertos, que cada español en activo tendría que trabajar alrededor de 30 días al año para cubrir el coste del sistema sanitario público.
Frente a esta tendencia de incremento constante y progresivo del gasto en sanidad, surgen las dos fuentes de financiación que dotan de sostenibilidad a un sistema público que, pese a sus valores, sufre de agotamiento progresivo: una, a partir de los impuestos, y otra, a través del endeudamiento del Estado. El primer caso se enfrenta a un agotamiento de las posibilidades de incrementar la presión fiscal a los ciudadanos si es que queremos impulsar una economía como la nuestra, hoy estancada y con unos niveles inusuales de desempleo y subsidio. El segundo caso adolece de dificultades a la hora de colocar nuestra deuda soberana y exige, además, un pago incremental de intereses. Ambos fenómenos pueden hipotecar no solo nuestro futuro, sino también el de las generaciones venideras.
Ante este panorama ciertamente sombrío, solo queda plantearse y poner en marcha una reforma del sistema en su conjunto, reforma que necesariamente tiene que generar el consenso de todos los operadores y muy especialmente el de sectores como el la sanidad de aseguramiento y provisión privada, que por su idiosincrasia está generando un ahorro considerable a las arcas del estado (1.500 euros anuales cada uno de los casi 10 millones de españoles que optan por un copago voluntario disponiendo de un sistema dual de aseguramiento y provisión) y que, a su vez, está descargando con su actividad al sistema público de una presión asistencial que de otra forma terminaría por ahogarlo cercenando su sostenibilidad.
Una prueba inequívoca de la necesaria complementariedad e integración de los dos sistemas, público y privado, es que el gasto sanitario público por persona es menor en aquellas comunidades autónomas con mayor penetración de la sanidad privada. Así se desprende de los datos correspondientes al presupuesto sanitario por ciudadano de las comunidades autónomas publicados recientemente. Es el caso de Madrid, Cataluña y Baleares, donde el porcentaje de penetración del seguro privado es superior al 25 por ciento, mientras que en el otro lado de la balanza se sitúan comunidades como Asturias o Extremadura, cuyo presupuesto sanitario público per cápita está entre los más altos y en donde la sanidad privada está poco implantada.
La realidad es cicatera, la iniciativa privada no solo es base de progreso y generación de riqueza, sino que en el caso concreto de la sanidad genera eficiencias y una utilización y aprovechamiento más adecuado de los recursos disponibles. Respecto a dicha eficiencia, un claro ejemplo es el de los modelos de libre elección como el conocido como Modelo Muface, que ofrece un diferencial económico a su favor notable y sensible, ya que el gasto per cápita evaluado en el caso de la mutualidad es de 693,56 euros per cápita y de 1.052 euros en el caso del sistema público de salud (sin tener en cuenta el gasto en farmacia). En definitiva un 25-30 por ciento más barato.
Datos como estos ponen una vez más de manifiesto que la planificación del sistema sanitario debería contar con la totalidad de los recursos, públicos y privados, aprovechando y potenciando así el esfuerzo de los usuarios del sistema privado que pagan un complemento por su salud y teniendo muy en cuenta los recursos que aporta la sanidad privada para evitar ineficiencias y duplicidades innecesarias en el gasto.
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